El ataque de celos

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El ataque de celos

Pero… huyamos de lo obvio; no nos entreguemos más a lo patético —aunque sobren razones para el abatimiento— ni caigamos en extravagancias —aunque sobren razones para el desquiciamiento—.

De mis amores frustrados, uno de tantos, aunque fue el más profundo (he de decir que, con el paso del tiempo, y pese a los dolores y las lágrimas que me ocasionó, creo que fue mejor que ocurriera); por una causa que quizás entonces me era ajena.

Yo tenía veinte años, aún no había descubierto los deslumbramientos vitales y padecía una gravísima depresión, aunque para los demás fuese un locuelo gracioso (más locuelo que gracioso, todo hay que decirlo…).

Estaba pasmado. Recuerdo que mis enamoramientos siempre se producían igual. Seguían el mismo proceso. El mismo método.

Al principio, una muchacha que antes no me había causado ninguna impresión, ese día me parecía distinta por algún rasgo de su fisonomía o de su carácter. Me quedaba mirándola como un patán soberbio y a las pocas semanas ya «me hacía daño».

Yo era una especie de masoquista espiritual. Idealizaba tanto a las chicas de las que me enamoraba que me parecía imposible que pudiera gustarles —cosa verdadera, por otro lado, en aquel tiempo—

Sin dar muchos detalles, comentaré que aquella chavala no era un portento de belleza física. No era ningún bombón. Carecía del encanto de un sueño y de la alegría de la juventud. Se traía un aire a dependienta de Mercadona y tenía menos sentido del humor que el anca de una rana o la cola de un lagarto. En fin, tampoco estaba mal. Tenía buen tipo y era algo tímida. Formaba parte del grupo de muchachas de 16 años con las que nosotros, de 20, salíamos y ayudábamos a madurar, para que otros, al menos a algunas, vivieran con ellas, años después. Las relaciones que existieron entre los «nuestros» —los integrantes masculinos del grupo— y «ellas» —las mujercitas— acabaron —las pocas que hubo— en tragedia romana narrada por Plauto: en un chiste tragicómico, un desastre descomunal.

Por la que yo sentía algo la tenían un poco discriminada las demás. Era como una carga que llevaban por «tener tan buen corazón» las otras.

Una vez, una de ellas invitó a su casa de la costa a las otras dos restantes —eran cuatro—, y a mi futuro amor la dejó tirada. Yo hablé con ella de ese suceso, pero la chica, que no tenía mal corazón, no le dio importancia.

Bueno, tenían 16 años, eran niñas de la catequesis con todas las tonterías y las cosas agradables de una niña de la catequesis. Hacía tres o cuatro años habían estado jugando con muñequitas.

Era una niña, pero consiguió que me sintiera como un monstruo.

¿Cómo una persona por la que yo sentía algo tan puro podía despreciarme de aquella manera?

Tras mi enamoramiento, que siguió el método anteriormente descrito y por mí establecido, empecé a ponerme pesado.

A la chica no le gustaba y eso me enfurecía aún más.

Entonces, cuanto más pesado me volvía, más hirientes iban siendo las respuestas de mi enamorada.

Yo, a veces como castigo, estaba un mes sin hablarle; pasado ese tiempo, a ella mis palabras le causaban el mismo efecto que si las hubiese pronunciado cinco minutos antes. Es más, yo creo que pensaba: ya vuelve a dame la lata este subnormal.

Conforme iban pasando los días, las semanas y los meses, yo me iba cargando espiritualmente. Cuando la veía creía observar las estrellas. Me sentía como en otro planeta. Mi espíritu viajaba en el tiempo y en el espacio a una velocidad que me causaba vértigo.

Estaba enamoradísimo, enamoradísimo, enamoradísimo de ella. Me entraban unos dolores absolutamente agudos en el corazón cada vez que la veía.

Me recuerdo mirando hacia la ventana del piso donde vivía —y eso que ya en aquella época me trataba a patadas— para ver si se asomaba por allí. Sí, iba a estar esperándome mi amorcito con los brazos abierto para regalarme todo su su amor y toda su ternura.

¡Qué lejos llegué a estar de mi persona, dentro de mí mismo!

Mis sentimientos se convirtieron en hierros al rojo vivo y cada uno de sus desplantes, desprecios, vejaciones y cortes— algo merecidos, por otro lado, o quizás no tanto— me marcaban el corazón.

En la Glorieta, cuando nos sentábamos a tomar algo si yo estaba alejado de ella y me acercaba, mi “chica” se iba a otro asiento. A cualquier comentario mío me ponía mala cara. No, muy bien no es que me tratara, precisamente.

Cualquier pequeño detalle amistoso por su parte, suponía para mi joven corazón de 20 años un alivio comparable a la resurrección de Jesucristo tras su martirio.

 Si Jünger decía que un escritor no puede evitar que le escupan, pero sí que le manoseen, eso no sucedió conmigo.

 Yo no podía evitar que unas uñas muy afiladas se me clavasen en el corazón.

Por supuesto, entonces respondía ofendiéndola «en defensa propia», como dicen que Roma conquistó el mundo. Tal era el dolor que me hacía sentir.

 Así, una vez, tras una discusión idiota, le pregunté a voz en grito, delante de todo el grupo:

—¿Pero tú, eres una mujer o un travesti?

 La chavala puso cara de haber visto al mismísimo demonio. Según me comentó años después un chaval que fue mi mejor amigo por un tiempo, nunca me lo perdonó.

Así, tardó cinco meses en volver a hablarme.

 Mi corazón no estaba agrio como en la Elegía de Miguel Hernández; mi corazón estaba ronco. O, al revés, ¿cómo era?

Con una sola mirada era capaz de rasgar el velo que delimitaba mis edades.

Desde aquí la culpo de la profanación de mi pecho. ¡Oh!, tú misteriosa lágrima que un día me rehusaste amar.

En ella veía yo el infinito y cuando abría la boca su aliento era puro como el mar, el amor o los ojos de un ángel.

¡Cómo me hubiera gustado besarla, al menos, hace treinta

 años,! Aquella ceremonia hubiera tenido la solemnidad de una estrella y la calidez de un adiós.

Me sentía aturdido, desesperado, roto, presto al deicidio, blasfemante, no sé; todos los adjetivos negativos que a ustedes se les ocurran.

No me voy a detener mucho más en este episodio, por otro lado, clave en mi existencia. Me convertí, mis inseguridades me convirtieron en un celoso mórbido. Por supuesto, no le reproché nunca nada; me lo reprochaba a mí mismo.

 Pero vayamos al día decisivo… En Semana Santa nos vestíamos de nazareno (bueno, esto es largo de explicar: en mi núcleo todo el mundo se viste de nazareno y sin quitarse las indumentarias religiosas, salvo unos pocos, se van a los pasos laicos, los bares, y así hasta las 7 de la madrugada del día siguiente, donde se vuelve a hacer lo mismo); entonces unos de nuestro grupo se fueron por un lado y otros por otro. Recuerdo que serían las dos de la mañana cuando vi muy sonriente a mi amorcito con un chaval que quería ligársela —aunque al final tampoco lo consiguió —.

 Me fui a mi casa abatido, destrozado, con ganas no de suicidarme, sino dicho de un modo más crudo: de matarme, de hincarme un cuchillo en el estómago o cortarme las venas.

Cuando llegué al edificio en el que vivía, en el entresuelo, en el que en aquella época no había ni oficinas ni pisos, me derrumbé.

 Me tumbé en el suelo, con los caramelos saliéndoseme del buche y empecé a gemir, solitario, en aquel portal abandonado.

Una fotografía de mi enamorada era mi único símbolo. Me estaba consumiendo al contemplarla. Estaba llorando, estaba vomitando sentimientos de odio, blasfemias (de ahí procede mi idea de que una blasfemia puede ser más religiosa que una oración, si nace del dolor, claro, no de los cubalibres). Parecía que mi corazón me iba a hacer el favor de reventar, cuando sentí como una gran alegría apoderándose de mí. Una felicidad infinita, al menos para mí (tan lejos hoy de ella), era justo lo que necesitaba mi corazón de pazguato. Había encontrado el mejor y más puro hospital de almas que existe en el mundo…

Fue un deslumbramiento amoroso…

Mi corazón ahora flotaba dentro de mí mismo.

No era ya el desamor, era el amor.

¡Un ataque de celos me provocó un éxtasis espiritual!

Me sentía feliz, alegre, compasivo. Había sido escuchado (perdón a los ateos intelectuales por lo que voy a decir) por Dios, por el amor con mayúsculas y con minúsculas.

 Al verme tan desesperadito me echó una mano, se apiadó de mí, sopló sobre mí su Espíritu.

En los días siguientes, tenía unas ansias exacerbadas de amor. De pronto, me poseyó un sentimiento como de «inminencia»; como si hubiera que hacer algo, que no bastaba ir dejando pasar los días hasta el final, que «había que salvarse».

Recuerdo que unos días después estaba contestando unas preguntas en una autoescuela cuando sentí de pronto aquella gigantesca llamada. Entonces me fui a la iglesia y me confesé con un sacerdote. El hombre me dijo que era el Espíritu Santo quien estaba provocando todos esos sentimientos en mí. El amor, que es lo mismo.

 Sin embargo, yo no transmitía nada, pues estaba mal físicamente, con las depresiones, aparte de ser introvertido.

Luego, por diversas caricias mundanas y por lo que Jesucristo llamó «Los cuidados del siglo», me fui alejando de lo que había sentido.

Ese amor, no obstante, permaneció en mi corazón, pero de un modo tácito.

Espero poder algún día disfrutarlo para siempre, aunque tal como me van las cosas del espíritu hoy por hoy, puede que sea difícil; más que difícil, me parece imposible.

Siempre, desde entonces, he creído en la existencia de Dios, aunque no me consideré siempre creyente. Creo que hay ateos intelectuales, buenos samaritanos, como decía la parábola de Cristo, que se merecen mil veces más que yo el apelativo de creyentes. Yo, ahora, tengo el corazón demasiado endurecido, demasiado flagelado (y, además, la mente sucia) para que Cristo quepa en él.

De todas formas, sí es cierto que en mí se cumplió lo que José Hierro escribió: «Del sufrimiento a la alegría».

Era sentirte niño por dentro, estar embriagado por una pureza y bondad inescrutables e irrefutables, sentir ese «no sé qué queda balbuciendo» del que habló San Juan de la Cruz. Sentir los ángeles relucientes de paz y de luz.

La única vez que pensé que esa chica podía tener «alma», que podía «sentir» algo que no fuese por ella misma, fue cuando murió su primo hermano y grandísimo amigo mío, en un accidente de tráfico. La vi entrar al tanatorio llorando, pero la que sí lloraba de verdad era su madre, amiga de la mía. Aquello eran lágrimas, purísimas de un dolor absolutamente profundo procedente del del corazón.. El poema «Aullido», de Allen Ginsberg, me pareció un poema dedicado a las mariposas al lado de aquel desgarro.

Leyendo, por ejemplo, El Cantar de Cantares, sentía ese «algo», o incluso leyendo poesía amorosa.

Otro hecho que mencionaré es lo que me sucedió con Jesús Cánovas Miñarro, conocido en Totana como Jesús «el de los muebles». Este hombre de joven había estudiado teología. Era amigo de mi padre. Un verano que suspendí Latín y Física me impartió clases de Latín. Me enseñó a amar el latín, pero en sus clases no paraba de hablarme de Dios. De joven, había vivido en Madrid. Me hablaba de esa ciudad con un amor tremendo, tremendo. La misma tirria que yo a mí me provoca. Junto a dos o tres personas fundó el colegio mayor San Juan Evangelista. El más grande de Madrid, al menos, cuando ellos lo crearon. Había conocido a Pepín Fernández, el dueño de Galerías Preciados. Me explicaba cosas increíbles que le habían pasado, como cuando pidió a una anciana un piso para recoger a los que dormían en la calle y esta se lo dio. Un día me dijo una cosa y me rogó que no la contase a nadie pues era pura, muy pura, purísima. La contare. El hecho es que San Luis había mamado de los pechos de la Virgen María la leche materna. ¿Demasiada pureza para no tomárselo a guasa, verdad? Cuando regresó a Totana, lo hizo sin una peseta. Su hermano le dio empleo en su tienda de muebles. El cardenal Tarancón le enviaba cartas, cada dos por tres, diciéndole que le devolverían su dinero. Por supuesto, jamás vio un duro. A  mí me tenía por algo. Hablábamos horas y horas sin cesar. Era la persona más inteligente de Totana y yo estaba a su altura. Además, yo era buena persona, entonces. Ahora ni lo uno ni lo otro. Si hubiese sabido en lo que  luego me convertí. Ahora lo sabrá, ahora lo sabrá… Me recomendó que escribiera a una mujer estigmatizada que, creo, se llamaba Ada. Eso hice. Mi amigo Jesús me confió que la Virgen María le dijo a esta persona: «Tu vida será amarga, pero yo siempre estaré contigo». Esas palabras, sí pudieron salir de su boca o la de algún santo o místico; no la palabra coadjutor que denomina al segundo en una iglesia después del párroco. Ese palabro no. Una vez, años después, en la papelería Fraipa, me vio donde estaban las revistas subiditas de tono. Recuerdo que me advirtió: «Huye de la pornografía, Alberto. Huye de la pornografía». En otra ocasión entré en la parroquia Santiago y él estaba allí. Me acerqué para darle una alegría más que nada, ya no esperaba que yo hiciese algo bueno en la vida. Se alegró de verme. Estaba en trance. Me explicó que un japonés le había dicho que el Sacramento de la Eucaristía era el mayor de los misterios de la Humanidad. Pasó el tiempo y él enfermó. No podía dar un paso. Le vi una tarde sentado en el borde de una tienda. Yo no me encontraba bien. Él necesitaba comunicarse, lo percibí enseguida. Yo le dije dos palabras y me largué. Otra persona que estaba junto a mí hizo lo mismo. Él, que había acogido en su tienda a todos los que querían hablar o pedirle algo, ahora era un inútil. Era rechazado por todos. Ya no valía para nada. Le habíamos dejado de lado todos. Nunca me podré perdonar aquello. La última vez que lo vi con vida fue en el ambulatorio. No podía andar. Sonreía. No me juzgo. Iba a ver al médico. Tenía las piernas hinchadas.

Meses después en una época poco religiosa, poco ”devota” de mi vida, iba yo paseando por la Glorieta. Más por cansancio que por devoción, entré al Convento de las Tres Ave Marías. Me senté allí un rato mirando un retablo de la Santísima Virgencita María, con sus angelitos.

A los  dos o tres minutos me vino un subidón de amor increíble, increíble, increíble en el corazón, en mi espíritu. Duró poco, para mi desgracia, duró poco. Cuatro o cinco segundos. Me obnubiló. Me confundió. Era Semana Santa, lo recuerdo porque aquel viernes en la parroquia de Santiago una orquesta de Europa del Este interpretaba el Réquiem de Mozart. Como no tenía nada mejor que hacer, fui. Entonces, escuché a una señora contarle a otra que Jesús «el de los muebles» había muerto ese mismo día. Intrigado, pregunté a qué hora falleció. Me dijo que sobre la una de la tarde. Curiosamente, la misma hora en que yo sentí aquel breve pero maravilloso éxtasis.

Durante muchos años, estuve sintiendo esas ternuras, esas delicias, esa dulzuras, en el corazón, hasta que un día, no sé por qué deje de sentirlas. Y así hasta hoy.

Aunque he de decir, que últimamente estoy rezando mucho y aunque aún no sienta lo que sentí entonces: noto en mí como una cierta percepción. Como si me hiciera “tilín” el corazón,

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