Pregón Semana Santa 2007. María Dolores Molino Pastor

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Semana Santa de Totana

Era un día de primavera, el más feliz que ha habido en la Tierra.

Estaba María en su casa cuando, según nos cuenta el evangelista San Lucas: “Fue enviado el Ángel Gabriel por Dios a una ciudad de Galilea que se llamaba Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José, descendiente de David. La virgen se llamaba María. Entró el Ángel donde ella estaba y dijo: “Salve llena de gracia. El Señor es contigo, bendita tú entre las mujeres”. Al oír esto se turbó y el ángel le dijo: “No temas María, porque has encontrado gracia delante de Dios. Vas a concebir en tu seno y darás a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús. Reinará sobre la casa de Jacob eternamente y su Reino no tendrá fin”. “El verbo se hizo carne y habitó entre nosotros”.

Reverendos sacerdotes.
Ilmo. Sr. Alcalde.
Autoridades.
Ilmo. Sr. Presidente del Ilustre Cabildo Superior de Procesiones de Totana.
Sras y Sres. Presidentes de Cofradías y Hermandades Pasionarias.
Cofrades y Nazarenos.
Amigos todos:

En el nombre de Dios... y en el nombre del pueblo de Totana.
Así os quiero hablar esta mañana.
Primero, en el nombre de Dios. Y a Él le pido que ensanche y que dilate mi voz y mis sentidos; ponga calor en la sangre de mis venas, lealtad y pureza en las intenciones de mi espíritu; fuego en mi voz y corazón abierto siempre a la verdad, para poder pregonar al viento, con toda la fuerza del latido de mi corazón, tu Evangelio, sentido y vivido por nosotros.

Dame, pues, Señor, la fuerza y la firmeza, el temple necesario para servirte.

Dame esa abundancia del corazón, de la que Tú hablaste, para honrarte con mi palabra.

Dame el paso seguro y firme que marque la realidad nazarena de mi tierra.

Por eso quiero, que mi Pregón sea el mío y el vuestro, el que todos vivimos en unidad de sentimientos y emociones, a ser posible anónimo, de todos y de nadie.

Entre todos, entre vosotros y yo; con vuestra experiencia, con mi esfuerzo; con la voz de vuestros hijos y los míos; con el trabajo y el testimonio de nuestros mayores y con la esperanzadora juventud de los que vienen.

Mi agradecimiento al Ilustre Cabildo Superior de Procesiones, y de forma muy especial, a su Presidente, D. Pedro Marín Ayala, por la propuesta de mi nombramiento como Pregonera, haciéndome el mayor honor que como cristiana y totanera podía soñar.

Mi sincero reconocimiento a cuantos me habéis fortalecido con vuestro afecto y vuestras oraciones.

Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza. Y el hombre creció aquí, en Totana, en una ciudad distinta a todas.

Y creció con el soplo divino, el barro y el sol de nuestra tierra. Y germinó de una semilla extraña, un hombre fiel a sus principios. Un hombre bueno que “se le perdonará mucho porque supo amar mucho”. Y así surgió, el nazareno de Totana.

¿Y qué es el nazareno de Totana?

Id por las calles de nuestro pueblo, en una tarde luminosa de nuestra Semana Santa, os encontraréis a hombres y mujeres, de andar juvenil y seguro, con sus túnicas negras, el revolotear airoso de sus capas, camino de la Iglesia. Son nazarenos de Totana.

Id una tarde clara y jubilosa y os encontraréis a una madre con un niño en brazos, vestido de nazareno y el capirote levantado. Este niño, también es, un nazareno de Totana.

Y mezclado entre las gentes, veréis a un hombre de la calle, con el traje de todos los días, la túnica en casa, encorvado por el peso de los años; que ya no puede vestir por su edad o por la enfermedad, la túnica de su Hermandad y que va a la Iglesia para ver la salida de los tronos. También este hombre venerable, cofrade sin túnica, es un nazareno de Totana.

El nazareno nació de la raíz y las entrañas de un pueblo.

Nace, crece, vive y morirá nazareno.

Conoció la Semana Santa de manos de sus padres y hoy, de su mano, lleva a sus hijos y sabe muy bien que entre las manos cogidas de dos generaciones, brota el mismo cariño ante un Cristo o una Virgen.

Benditas seáis, madres de Totana, que con vuestro fino sentido de mujer, enseñáis a vuestros hijos a amar a vuestra Hermandad y a vuestra Semana Santa.

Estáis en ese momento, acuñando en el alma nueva de vuestro hijo, lo más sublime que se puede ofrecer a quien murió por todos nosotros. Estáis ofreciendo vuestro amor... y el de los vuestros.

Alguien me comentó en estos días previos al pregón, algo tan bello y confortador como que el pregón lo dictaba Dios, lo escribía Totana y lo decía el Pregonero.

Por ello y en nombre de Dios y de esta Totana, que mis padres me enseñaron a amar, quisiera aprovechar la oportunidad del momento para enviar a través de mis palabras, un mensaje de Paz y de Esperanza.

La Semana Santa totanera, tiene colores y olores, sonidos y sabores que nos llenan los sentidos un año y otro, haciéndonos volver a otras Semanas Santas.

Para nosotros, es el olor de la primavera, y aquí, la primavera es como un estallido de la naturaleza, una repentina explosión de la tierra, en forma de tallos, que brotan de la noche a la mañana.

Por estas tierras de Totana, en los meses de Enero y Febrero ya dan las primeras notas los almendros encendidos. Y cuando Marzo se estrena, el olor a primavera, lleno de exuberancias florales y el verdeo de las yemas en los frutales, irrumpen de pronto en nuestra memoria y nos transportan directamente a ésta, la Semana Santa.

Los totaneros y totaneras somos hombres y mujeres con una identidad definida y marcada por nuestro entorno, nuestra tierra y nuestra historia.

El hombre de Totana tiene un carácter alegre y fuerte, y es a fuerza de mucho sudor y mucho trabajo, como ha conseguido transformar la dura y seca tierra en terrenos fértiles y prósperos.

El totanero trabaja, pero además es un hombre de fe, una fe de hondas raíces que ni el viento ni el sol pueden secar.

Quiero hacer un inciso y romper una lanza en favor de la mujer totanera; alabar vuestra fuerza y constancia, vuestra valentía, vuestra labor en la educación de los hijos, vuestro trabajo incesante por transmitir los valores religiosos y que podemos palpar en estos días de Pasión.

Vuestro esmero en cuidar las tradiciones han conseguido que los jóvenes se regusten con platos típicos como : los paparajotes, el arroz con caracoles, las torticas de bacalao y las empanadillas.

Hablar de la Semana Santa es oír sonidos que sólo se escuchan en este tiempo.

Totana va a escuchar de nuevo el ronco lamento de la bocina, que protesta con voz de trueno por la tremenda injusticia de la Muerte del Salvador, y el llanto tierno de los violines de la Dolorosa, cuyas cuerdas se estremecen temblando de dolor, mientras en el aire se transmiten los sonidos de cornetas y tambores.

Y se va a oír de nuevo el tintineo de cristales de las tulipas que adornan los pasos cuando las calles de Totana huelan a incienso y claveles.

La procesión tiene el sonido pausado de las marchas pasionarias.

Nuestros ojos se nublarán de emoción al contemplar la Pasión de Jesús. Miradas infantiles donde empieza a picar el sueño, brillantes pupilas juveniles que apuntan en lo alto y se encuentran con Jesús clavado en el madero, ojos maduros y cansados que van mirando hacia la tierra que les espera, cada día más cercana. En todas estas miradas habrá un toque de tristeza antigua, la misma que empañaba la de los totaneros de hace años y hace siglos.

Cada procesión es para los totaneros, la ocasión de volver hacia atrás en el tiempo, y reencontrarse en la evocación con amigos y familiares que ya no están con nosotros, pero que un día nos llevaron de la mano, nos sentaron en sus rodillas, nos acompañaron en la procesión o nos dieron caramelos.

Nuestra Semana Santa sabe a caramelos que se deshacen lentamente en la boca, dejando un regusto a infancia perdida.

Nuestra tierra tiene resonancias bíblicas y por ello, nos resulta fácil imaginar al Redentor recortando su silueta sobre nuestras calles resplandecientes de sol, donde se asoma el olivo y el ciprés, el rosal y la palmera.

Cristo va a desfilar por nuestras calles de Totana, para contarnos un año más, su agonía y su triunfo. Y nos dirá que tiene sed. Mucho sabemos los totaneros de tierras cuarteadas por la sed y de secarrales que solo crían espinas por falta de agua. Pero también hemos de saber que los labios resecos del Redentor no están sedientos de agua sino de amor. Es el abandono y el desprecio de los hombres el que ha llenado de tierra su garganta, dejándola áspera y seca como el esparto. Demos a Cristo el agua fresca de nuestro amor para calmar su boca ardiente; abrámosle nuestro pecho y acompañémosle en la soledad de su Pasión y Muerte.

En la víspera del Viernes de Dolores, emotivo encuentro sobre la medianoche, de la Madre Dolorosa y su Hijo, entre música de violines y marchas pasionarias.

Desde un balcón, alguien canta una saeta, con la seguridad de que es un Dios-Hombre y su propia Madre los que la escuchan.

La saeta es sentir en el corazón, salmo y cantar, oración en las entrañas.

La saeta la siente el que la canta y el que la escucha, porque no sólo, dijo el poeta, “es canto el que se canta, que también canta el que llora”.

Anochecer del Viernes de Dolores, reflexión, oración y emoción para acompañar a Nuestro Padre Jesús, que escoltado por los armaos y llevado a hombros de sus hermanos cofrades, inicia el Vía Crucis, que desde el Templo de las Tres Ave Marías traspasa con oraciones, cantos y plegarias las calles del barrio de Triana.

La Hermandad de Nuestro Padre Jesús es parte fundamental de mi espíritu nazareno, a la que siento y quiero como algo propio.

Y ya llegamos a la Semana de Pasión.

Mi pregón va a seguir el orden cronológico en que se sucedieron los hechos de la Pasión y Muerte de Cristo, estableciendo las semejanzas que existen entre dichos acontecimientos y las hermosas imágenes y grupos escultóricos que desfilan por las calles totaneras durante la Semana Santa.

Y también, dada mi profesión, voy a incluir en este Pregón aspectos médicos de la Pasión y Muerte del Redentor.

En la mañana del Domingo de Ramos, procesión de blancas palmas, cadencia rítmica y silenciosa en su movimiento, al mismo tiempo que se escuchan exclamaciones de bienvenida.

Arco triunfal al cielo, aceitunadas ramas de olivo, tallos de verde aceituna y blanco marfil de palmas, tonos tenues, como el alma inocente de los niños y niñas, que contrastan con el colorido de sus ropas, que el pueblo saca para celebrar la entrada de Cristo a esta Jerusalén totanera, alzando palmas y olivos.

Vítores, clamores.

Miles de hojas y en cada hoja un sentimiento, una emoción.

Olivos y palmas al Hombre, al Rey, a Dios.

La inocente algarabía de los niños, de clara musicalidad , convierte las calles de Totana en un pentagrama de infinitas notas , que en la procesión van desgranándose, como si de la misma Jerusalén se tratara.

Calles, arterias vivas en una misma creencia de fe, para dar la bienvenida a quien entró montado en la burrica y que el pueblo comprendió quién era, quién es, cantándole al unísono:

¡Hosanna! ¡Hosanna!

¡Bendito el que viene en nombre del Señor!

Aproximadamente tres años antes de la Semana de Pasión, junto al Pozo de Jacob, tiene lugar el maravilloso encuentro de Jesús con la Samaritana. Y es precisamente a esta mujer, natural de Samaría, a quien Jesús le confiesa por primera vez que es el Mesías y a quien también le dice:

“Todo el que beba de esta agua tendrá sed de nuevo; pero el que beba del agua que yo le daré, no tendrá sed jamás”.

Resulta alentador comprobar el grado de compromiso de vuestra Cofradía en favor de los más necesitados.

Considero obligado citar y alabar públicamente la labor llevada a cabo por el Centro de Recuperación Juvenil “El Buen Samaritano”, en Honduras. Objetivos como éste, son los que realmente engrandecen a vuestra Hermandad.

Jueves Santo, es el día del Amor Fraterno, día de los Monumentos Eucarísticos.

Destello de luz en torno al misterio de la transformación del pan y el vino en Cuerpo y Sangre del Señor.

Amor y entrega de Cristo que se ofrece como oblación en el pan y en el vino durante la Última Cena.

En la noche del Jueves Santo, Jesús se aparta para orar en el Huerto de Getsemaní. Bajo la luz de la luna llena, los olivos se impregnan del silencio de la noche.

Escribe S. Lucas que “Jesús sumergido en la agonía, insistía más en su oración”.

“Padre, si quieres aparta de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad, sino la tuya”.

La aflicción aumenta, la angustia se convierte en agonía y se acelera el movimiento del corazón; la sangre se agolpa en las venas, hasta que al fin, prolongándose aquella lucha entre el horror y la aceptación, el amor y el dolor, la humillación y el miedo, rompe la sangre por todos los poros de su cuerpo, y comienza a sudar espesos grumos de sangre, que bañan su cuerpo y caen en tierra como una pequeña ofrenda de la carne sometida.

S. Lucas, médico, es el único evangelista que nos reporta el hecho.

El sudor de sangre, conocido en Medicina como “Hematidrosis”, es un fenómeno rarísimo pero perfectamente documentado y se produce en condiciones excepcionales. Es una reacción del organismo ante situaciones extremas, tensiones anímicas violentas y dolores agudísimos. Esto provoca un aumento de la presión arterial y una congestión de las venas, produciendo hemorragias en las glándulas del sudor, brotando sudor y sangre por la piel.

El grupo escultórico de la Oración en el Huerto, que procesiona por nuestras calles la Hermandad popularmente conocida como La Posá, responde fielmente al momento que representa: la tensión psíquica, la angustia, la cabeza levantada, las manos suplicantes, las rodillas abatidas en tierra y por la frente y cuello riega la piel el sudor de sangre del Nazareno.

Abandonado por todos, entre la palmera y el olivo, su alma se turba y sólo un Ángel baja del cielo para confortarle.

Pidámosle, que cuando la vida se nos ponga difícil, cuando nuestra pobre carne tiemble ante el sufrimiento o la enfermedad, nos envíe al dulce Ángel para que nos señale el Cáliz que corona la palmera cimbreante.

Entonces, sabremos que el cáliz del sufrimiento que a todos nos espera, ya no es amargo porque se endulzó al beber Jesús en él.

En el Huerto de Getsemaní se encuadra también la traición de Judas.

¿Amigo, a qué has venido?

¿Con un beso entregas al Hijo del Hombre?

El beso, signo de amor, se convierte en signo de traición.

El arresto de Jesús, más que un acto violento, es un acto de entrega serena y voluntaria.

Tras negar S. Pedro por tres veces al Maestro, el canto del gallo rompió el silencio del amanecer. En este momento, Jesús le miró, y Pedro recordó las palabras del Señor: “Antes de que cante el gallo, me habrás negado tres veces”.

Arrepentido, el noble y honrado pescador, el más impetuoso de los apóstoles de Cristo, lloró amargamente.

El gallo que con su canto quiebra el cristal del alba, nos recuerda a todos nosotros la cobardía de la negación.

Esta pregonera guarda recuerdos entrañables de la Hermandad de La Negación, donde procesiona y ha procesionado con su marido y sus tres hijos, Miguel, Cristina y Loli, desde que éstos eran tan pequeños que iban cogidos a la bocina, tocando las plumas de su querido gallo.

Hoy, como ayer, a esta nazarena le tiembla el corazón y se le empañan los ojos, cuando ve que sus hijos aman y sienten su Semana Santa.

En la flagelación, Jesús con las manos atadas a la columna, ofrece su espalda desnuda e indefensa a los golpes del látigo.

El instrumento usual era un azote corto llamado flagellum, con varias tiras de cuero entrelazadas, en las cuales se ataban pequeñas bolas de hierro o hueso de carnero. Cuando los soldados azotaban repetidamente y con todas sus fuerzas la espalda de su víctima, las bolas de hierro causaban profundas contusiones y las tiras de cuero desgarraban la piel y el tejido subcutáneo.

Al continuar los azotes, las laceraciones cortaban hasta los músculos, produciendo tiras sangrientas de carne desgarrada. El dolor y la pérdida de sangre creaban las condiciones para un shock circulatorio.

La flagelación de Jesús fue particularmente cruel y despiadada.

¡Qué tendrá la imagen de “nuestro flagelado”, que nos transmite una mirada de serena tristeza y un infinito perdón misericordioso!

El Ecce Homo nos ofrece la imagen de Cristo con el manto rojo sobre los hombros, la caña por cetro real en la mano, y la corona de espinas que le fue colocada brutalmente sobre su cabeza, perforando cuero cabelludo, frente, sienes y parte de las mejillas.

No inmutó el sereno rostro, el dolor de la frente traspasada, pero hilos de sangre corrieron por la cara, que en breve, quedó tristemente desfigurada.

La imagen de nuestro Ecce Homo, creada por las manos de José Hernández, es la imagen del abatimiento, de la soledad, del abandono. El perfil de su rostro da la sensación de que Jesús está escuchando con la mirada fija y concentrada, el “Crucifícale”.

De forma cobarde, Pilato se lavó las manos en público; incapaz de defender la justicia y la verdad, condenó a muerte al más inocente de todos los hombres.

En la mañana del Viernes Santo, ascendía el sol por el desnudo cielo del mes de Abril y estaba próximo ya a lo más alto de su camino, cuando desde la Torre Antonia, los centuriones cargaron a Jesús sobre su espalda el patíbulum o travesaño horizontal de la Cruz.

Extenuado por la terrible noche, las bofetadas, la flagelación, los ojos enrojecidos de llanto contenido, desfigurado por la sangre y el sudor, su hermoso rostro se deformaba ahora en la contracción del dolor.

A su espalda se le pegaban las vestiduras en las zonas llagadas, aumentando su martirio; las piernas sentían la fatiga y se doblaban bajo el peso del cuerpo y de la Cruz.

El dolor de las espinas le vencía, humillando su rostro; su respiración era agitada. Jesús avanzaba con una típica “marcha espástica”, consecuencia de la rigidez muscular.

El corazón aceleraba sus movimientos, la sangre se saturaba de dióxido de carbono, y apareció el abatimiento que produjo la sofocación y la fatiga general. Este esfuerzo dio lugar a inspiraciones más profundas para poder oxigenar mejor la sangre. Al entrar más aire en los pulmones, la laringe se iba cerrando, el pecho se ensanchaba y los músculos del vientre se contraían para ayudar a la respiración. Esta situación, en un organismo ya debilitado, podía llegar incluso al colapso y a la muerte.

En la Vía Dolorosa totanera, la imagen del Nazareno nos representa el “estremecimiento de lo trágico”. El dolor se remansa en serenidad. El tronco se flexiona por la cintura; el paso corto no hace perder en absoluto el equilibrio, y el Señor camina con la cabeza agachada, sumisa, con sentido de aceptación sin ansiar la tragedia, agarrando sus manos el madero en suave actitud de pretender abarcarlo.

Boca ligeramente entreabierta, contusiones en sus mejillas; la corona de espinas hiere su frente y unos hilos de sangre surcan la cara del Nazareno.

Acompañando su imagen por las calles de Totana, van los “Armaos”, que protegen y escoltan la imagen de Jesús con una inmensa solicitud y cariño, cual queriendo evitar que nadie pueda causarle más dolor y sufrimiento.

Características de nuestros “armaos” son la “Rueda del Caracol”, y “La Puntoná”, con las que rinden honores al Nazareno, y que a todos nos llenan el corazón de añoranzas y sentimientos.

Una imagen imborrable para esta pregonera es Viernes Santo por la mañana, cuando enfilando ya el trono la recta final de la procesión, por encima de las cabezas de armaos y nazarenos de capa blanca y túnica morada, parece que viene andando Jesús el Nazareno, mecido por los ayudas que llevan su trono, con la cadencia armoniosa que les va marcando el redoble característico del tambor de los armaos.

Y mi emoción se hace llanto, cuando bajo las varas de ese trono veo los rostros de mi hijo Miguel y mi sobrino Andrés, cansados pero satisfechos de poder ayudar al Nazareno a llevar su pesada Cruz.

Jesús, sudoroso y fatigado bajo el peso de la Cruz, cae al suelo una y otra vez. Va caminando por calles angostas, escalonadas, retorcidas y con una pronunciada pendiente en las proximidades del Gólgota. A todas estas circunstancias hay que añadir el estado físico-anímico del Señor, casi de aniquilamiento por las torturas recibidas.

En su mirada doliente y expresiva, comienza ya a vislumbrarse la sombra de la muerte.

Una antigua tradición nos relata que caminaba el Salvador sudoroso bajo el peso de la Cruz, cuando salió a su encuentro La Verónica, mujer noble y generosa, valiente y decidida, que aplicó al divino rostro un lienzo blanco con el que enjugó el sudor sanguinolento del Señor, quedando así, estampada la cara del Nazareno.

Mujeres valientes de Jerusalén: María Cleofé y María Salomé. Mujeres que no temían manifestar con sus lágrimas sus sollozos y golpes de pecho en señal de duelo, el gran afecto que sentían por Nuestro Señor.

En la Vía Dolorosa de Totana, vemos procesionar la dulzura y belleza de la imagen de Santa Mª Cleofé y la elegancia y majestuosidad de Santa Mª Salomé.

Mª Magdalena, la mujer que pecó de amor y alcanzó el perdón porque amó mucho.

¡Qué largo camino el recorrido por esta mujer, que un día abrazó y regó con sus lágrimas los pies de Cristo, y que también ahora ha tenido el insigne privilegio de contemplar la primera al Divino Resucitado.

Al llegar al Gólgota, Jesús fue despojado de sus vestiduras.

Fue tendido en el suelo, extendiéndole sus brazos sobre el travesaño horizontal de la Cruz. A continuación, colocaron unos clavos a nivel de ambas muñecas, entre los huesos del carpo. Tras unos golpes secos y expertos, la punta del clavo se abrió paso entre tendones, huesos y vasos sanguíneos. Debió rozar el nervio mediano, uno de los más sensibles del cuerpo, provocando una descarga dolorosa importante, y obligando a que el dedo pulgar se opusiera a los otros dedos. Llegaba entonces la parte más difícil de la crucifixión: el travesaño horizontal, con la víctima clavada en él, debía ser levantado con unas cuerdas, y encajado en la hendidura del palo vertical de la Cruz, previamente fijado en el suelo. En el momento de la elevación, todo el organismo tuvo que sufrir una intensa sacudida que le ocasionó los más atroces sufrimientos.

De no hacerse con habilidad, era probable que el crucificado se desgarrara de sus clavos. Entre varios soldados lo alzaron hasta ponerlo sobre el “sedile” (esto era un saliente de madera, con forma de cuerno de rinoceronte, colocado entre las piernas, sirviendo de asiento para los muslos de la víctima, y destinado a prolongar algo la vida del crucificado, ya que de otro modo, el peso del cuerpo colgado provocaba una muerte inmediata por asfixia).

En cuanto a los pies, lo más común era clavarlos al madero, entre el 1º y 2º metatarsianos. Hallazgos arqueológicos han atestiguado que los clavos empleados tenían entre 13 y 18 cms de longitud, con una cabeza cuadrada de 1cm, algo que revela la crudeza de este tipo de martirio.

¿Cómo hubieran podido entender que allí, bajo aquel sol, entre aquella sangre, se estaba jugando la hora más alta de la Historia, la que devolvería su verdadero sentido a la Humanidad?

La causa más indicada para explicar la muerte por crucifixión es la asfixia.

El peso del cuerpo del crucificado era soportado por el “sedile” y los brazos se ponían en alto haciendo que los músculos intercostales y pectorales estuvieran tensos y por tanto sus movimientos y normal funcionamiento se veían impedidos. A medida que la dificultad respiratoria aumentaba y era mayor el dolor en las muñecas y en los brazos, la víctima se veía forzada a levantar el cuerpo del sedile, con lo que se transmitía el peso del cuerpo hacia los pies y el dolor se acrecentaba, aunque la respiración se facilitaba algo. Cuando el dolor otra vez se tornaba insoportable, la víctima se sentaba sobre el sedile y ahora el peso recaía sobre las muñecas y se tensaban los músculos intercostales. Así, el reo se alternaba entre levantarse para poder respirar y dejarse caer para disminuir el dolor de los pies.

Comenzaba un proceso de tetanización, que es un cuadro de contracciones musculares generalizadas muy dolorosas, producidas p or la falta de oxígeno en los músculos.

Se producía un estancamiento de sangre en las piernas y falta de riego sanguíneo en corazón y cerebro. El dióxido de carbono se acumulaba en sangre y el corazón latía más rápido para aprovechar el poco oxígeno disponible.

El mayor efecto de la crucifixión era una marcada dificultad para la respiración normal, particularmente la espiración, lo que explica las cortas sentencias pronunciadas por Jesús desde la Cruz. Es asombroso, que a pesar de su dolor, Él pudo hablar y perdonar: “Padre perdónalos, porque no saben lo que hacen”.

La deshidratación, la fiebre, la sed, y las convulsiones conducían a la sofocación, a la asfixia y al fallo cardíaco.

El continuo ascenso y descenso sobre la Cruz hacía que las heridas de los latigazos se reabrieran por el roce de la espalda con el madero, continuando la hemorragia durante toda la crucifixión.

En definitiva, cada uno de los movimientos para conseguir un poco de oxígeno, se convertía en un esfuerzo agonizante que le conduciría finalmente a la muerte.

En aquel tenebroso océano de angustias, sólo la más elevada cima del alma permanecerá serena, sublimada en la contemplación del Padre. El agonizante guardaba silencio.

La impresionante talla de nuestro Cristo de la Agonía procesiona en la noche del Miércoles Santo. Cuando en el reloj de la entrañable torre de la Parroquia de Santiago suena la última campanada de las diez de la noche, se abren de par en par las puertas del templo para dar comienzo a la “Procesión del Silencio”. Nazarenos de túnica negra y capirote morado, báculo iluminado en mano y escapulario plateado, anuncian la agonía de Nuestro Señor Jesucristo, en un silencio penitencial tan sólo roto por el redoble de un tambor. La Plaza rebosa de oración para acoger la salida del Santísimo Cristo de la Agonía y Nuestra Señora la Virgen de la Esperanza.

Va el paso con el calvario cuajado de flores, iluminado por cuatro cirios, destacando la figura del crucificado, poniendo un sello de recogimiento y emoción. La oscuridad se adueña de las calles y entre rasos negros y morados, una luz brilla en medio del cortejo.

El silencio del momento, la luz de la luna llena, el paso cadencioso y todo un pueblo rendido a sus ojos implorantes, perdidos en la noche.

Los cirios siguen desprendiendo lágrimas de cera y con su luz van descubriendo un velo de rocío en los ojos de quienes presencian la procesión.

Santísimo Cristo, cuya agonía llena la procesión y a su lado, unos nazarenos que en su voluntaria promesa de silencio, sólo pueden rezarle calladamente durante el recorrido. Hombres hechos a semejanza de este Cristo que ha venido a redimirnos y que fueron moldeados por Dios con el barro y la arcilla que tan bien conocen y trabajan nuestros alfareros.

En esta noche nazarena también procesionan decenas de mujeres con vestido y mantilla negra española, rosario, escapulario y báculo corto. Mujeres, que sin duda hubieran querido estar aquella tarde en Jerusalén, para ayudar a bajar a Cristo del madero, consolar a su Santa Madre, amortajarlo y llevarlo hasta el Santo Sepulcro. Con su silencio y con su piedad, estas manolas, en la noche primaveral de Miércoles Santo, acompañan a la Santísima Virgen de la Esperanza, preciosa y emotiva imagen que en carroza bajo palio, desfila majestuosamente junto al Santísimo Cristo de la Agonía por las calles de Totana.

Durante muchos años, en realidad desde que la imagen de la Virgen saliera de la gubia y de las manos de Lozano Roca, ha habido una mujer que la ha cuidado, la ha mimado y sobre todo ha querido a la Virgen con toda su alma y con todo su corazón. La Semana Santa totanera se engrandece este año con el nombramiento de Dña. Adela Romera Guerao como Nazarena de Honor, tras haber sido ocho años Camarera de la Virgen y veintiséis años Hermana Mayor de la Cofradía.

A los sentimientos que como creyente se despiertan en mi alma al contemplar la imagen del Cristo de la Agonía, he de unir el recuerdo de mis emociones vividas como madre, puesto que mi hijo Miguel y mi sobrino Andrés, con tan sólo seis años de edad, desfilaron en la Procesión del Silencio portando los clavos y la corona de espinas.

Siendo entonces, presidente de esta Cofradía mi primo Miguel, quiero manifestarle hoy, desde aquí, mi agradecimiento y el cariño que le tengo.

Pasaron tres interminables horas en el Gólgota, cuando cerca de la hora nona (tres de la tarde), Jesús clamó a gran voz:

“Eloí, eloí, lamá Sabactaní”

“Dios mío, Dios mío ¿Por qué me has abandonado?

El sol se eclipsó, el velo del Templo se rasgó y la tierra tembló. Y Jesús, con voz fuerte, dijo: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”. Dicho esto, inclinó dulcemente la cabeza y expiró.

La imagen de Jesús en el Calvario representa a un Cristo crucificado, pero entregado ya al sueño eterno. Así lo reflejan su cabeza inclinada, piernas semiflexionadas, ojos hundidos y nariz afilada, expresión de la cara que se conoce con el nombre de “facies hipocrática” o faz de la muerte.

El Calvario desfila por nuestras calles, colmado de flores. Al pie de la Cruz, María, la Madre, y Juan, el discípulo amado que acaba de recibir del Redentor el precioso encargo de acoger a quién llevó al Divino Maestro en su seno.

Donde el Calvario se eleva
su cabeza se rebaja
su desnudez nos congela
y su muerte nos desangra.

Sólo un silencio nos deja
a solas bajo sus plantas,
y ahogados por su presencia
decimos: Señor, despierta
la conciencia de mi alma.

Para acelerar la muerte de los crucificados era frecuente quebrarles las dos piernas y así, al no tener punto de apoyo, no podían elevar el cuerpo para respirar y morían rápidamente por asfixia.

Al llegar a Jesús, viéndole ya muerto, no le quebraron las piernas sino que uno de los soldados, para certificar su muerte, con la lanza le abrió el costado y al instante brotó sangre y agua. Todo esto se hizo para que se cumplieran las Escrituras: “No quebrantarán hueso en Él” y “Verán al que traspasaron”.

La lanza penetró entre la 5ª y la 6ª costilla derecha, sin romper hueso alguno, se abrió paso a través de la pleura, atravesó el pulmón, llegando hasta el corazón, en cuya aurícula derecha quedaba sangre líquida, como sucede siempre en los primeros momentos después de la muerte.

Desde que la lanza del soldado abrió la Puerta Santa y rasgó el velo del Templo, los ojos de todos se dirigen hacia el traspasado.

Nuestra mirada se dirige ahora en muchas direcciones.

El traspasado ya no es uno, son millones; se multiplica infinitamente. Los podemos encontrar en nuestros pueblos, en nuestras calles. Son los pobres de nuestro tiempo, en los que el Pobre del Calvario se continúa. Son los marginados de nuestra sociedad. Mirando a estos traspasados, deben surgir en nosotros los mismos sentimientos que mirando al Cristo Crucificado.

El Cristo de la Sangre, con inmensa generosidad, ofrece su vida y derrama su sangre para darnos la vida eterna.

La dura y amarga tarea del Descendimiento la hicieron Nicodemo y José de Arimatea. Con escaleras arrimadas a la Cruz, estos hombres desclavaron el sagrado cuerpo, depositándolo sobre el regazo de la Madre, que abrazó con sereno dolor el cuerpo inerte de su Hijo.

En la procesión del Santo Entierro, un lienzo se mece entre los brazos de una cruz vacía. A sus pies, la Virgen de la Caridad, con la mirada perdida en el infinito, busca sin encontrar, alivio a su corazón traspasado por la daga del dolor.

Me estremece esta imagen. Me enternece la visión de esa Virgen tan joven, más bien en edad de tener en su regazo a un recién nacido que de sostener el cuerpo inerte del hijo. Aquellos pañales que sirvieron ayer para envolver su tierno cuerpo sonrosado, el tiempo los ha cambiado por sudario mortuorio para envolver el cuerpo sin vida del Hijo de sus entrañas.

Siendo niñas, mi madre nos inculcó a mi hermana y a mí, la devoción a la Caridad, por la que ella ha sentido siempre un gran cariño y una especial veneración.

Como María, nos acercaremos a algunos de tantos crucificados, que sufren en sus casas o en los hospitales y trataremos de llevarles solidaridad y consuelo.

La noche de Viernes Santo es noche de negro luto e inmenso dolor. A los pies de la Torre y por encima de los viejos edificios, la plateada luz de la luna llena ilumina el blanco sudario que se mueve, mecido por el viento, sobre la solitaria y desamparada Cruz.

Enlutada la noche de Totana. Solemne, y por tanto totanera, es la noche de Viernes Santo. Triste y al mismo tiempo calmada. Cristo ha muerto. Se sabe. No es posible hacer otra cosa sino darle sepultura. Conforme a la historia, Jesucristo ha muerto y hay dolor. Sentimiento flotante e impregnado en el ambiente.

Totana, esta noche llora resignada, impotente por no haber podido evitar la muerte de Cristo Redentor.

En el ambiente, el sonido. Las tabletas, plañideras que acompasan el sentimiento de un pueblo.

Los “armaos”, con sus picas, frondosos con sus “morriones” en su atavío.

Las “tabletas”, desde la majestuosa Torre, llenando el orbe totanero del sonido menos musical, siendo a la vez el más triste latido de un dolorido corazón. Cristo muerto. El entierro del Cristo que yace ante nosotros.

El Sepulcro, decorado con el mayor esmero posible para que sea digno de portar el cuerpo humano del ser divino. Al ritmo de los movimientos sentidos de los “ayudas” que, en sus acompasados pasos, al sombrío ritmo del tambor de los “armaos”, eriza la piel de los totaneros, reflejo fiel de la sensación que el alma, recogida, tiene.

Las sombras de la noche del Viernes Santo totanero, son más claras que las luces. En aquellas, se halló el mundo y se halla, cuando muere Cristo y cuando muere un ser humano. Las sombras del tiempo son reposo y meditación para la fe.

Noche solemne en Totana, noche de Viernes Santo, entre la tristeza por el entierro de Cristo y la sutil alegría de la esperanza.

San Juan, símbolo de la amistad y la comprensión; testigo de la vida y milagros del Maestro, permanece con Él hasta la muerte, compartiendo agonía y sufrimiento.

El Discípulo Amado avanza por las calles, con la palma en la mano y el brazo a medio alzar, anunciando la tragedia del Gólgota, vivida en primera persona.

No quiero dejar pasar este momento sin expresar mi admiración y gratitud a la Banda de Música de San Juan que pondrá broche de oro a este Pregón.

La Madre Dolorosa camina con las manos tendidas y el corazón traspasado por la espada del dolor.

El dolor de la Madre Dolorosa es el dolor de todas las madres totaneras, de todas las madres del mundo, cuando pierden a sus hijos o los ven sufrir por la guerra, la miseria, el hambre, la droga, la enfermedad y la injusticia.

Llora la Dolorosa por las calles de Totana y su dolor causa devoción y piedad.

Quisiera ser sol, pañuelo, brisa, oración para secar esas benditas lágrimas, ya que no existe consuelo que pueda calmar su dolor, el dolor y el desgarro que sólo siente una madre, ante la pérdida de un hijo al que no podrá revivir en el dulce calor de su regazo.

Acompañando a la Virgen en su triste caminar por la Vía Dolorosa totanera, lloran afligidos los violines al son de “El Santo Sepulcro”, “Pobre Carmen”, “El Calvario”, “Los Suspiros de una Madre”, “Martirio”, “Chapí” y “El Cántaro”.

Y en la noche de Viernes Santo, interminables filas de nazarenos, cirio en la mano y nostalgia en el rostro, encuentran en esta música la mejor despedida para la Semana Santa.

En la mañana del Domingo de Resurrección, penitencial procesión, hermoso desfile, excelente broche a la Pasión y Muerte de Jesús.

“Alguien había abierto las pesadas puertas de los templos de Totana, cuando hasta ellos llegaron un grupo de mujeres. Era el tercer día después de la crucifixión de Jesús. Al paso les salió un ángel y les dijo:

“A quién buscáis, ya no está aquí”

“Ha resucitado como había dicho”.

Aquella mañana lucía un sol espléndido, Totana olía a azahar y un bullicio de gentes se agolpaba en sus calles.

La luz era la misma que ilumina a la Cofradía de Jesús Resucitado y la Virgen de la Alegría: blanca, destellante, dorada, azul,...única.

Esa misma luz que brilló en Jerusalén hace más de dos mil años y resplandeció en el Sepulcro cuando Jesús venció a la muerte.

Cristo había resucitado en la hermosa mañana del Domingo de Resurrección, contemplando el bello rostro de su madre, la Virgen de la Alegría.

Ahora, llegados a este punto, quiero invitaros a continuar con este empeño, con esta obra, con esta tradición y esta devoción que nos caracteriza. Todos, somos una parte importante esta Semana: las Hermandades, los armaos, la orquesta de violines, las bandas de música, las de cornetas, tambores y timbales, las bocinas y todo el pueblo.

Todos seguiremos siendo nosotros mismos y seguiremos cuidando y mimando este tesoro que poseemos: Nuestra Historia y nuestra Semana Santa, ésa que nos han legado nuestros mayores.

Desde el presbiterio de este Templo de Santiago el Mayor, me vais a permitir que eleve a Dios una plegaria de amor y reconocimiento a mi padre, hombre de profundos valores, amante en extremo de su ciudad de Totana, de sus tradiciones, de su historia y de su Semana Santa.

Su larga y penosa enfermedad despertó en mí la hermosa vocación de ser médico y poder aliviar y estar al lado del que sufre.

Me conforta la seguridad de que su fe en Dios y su amor por la Semana Santa, fueron su principal equipaje en su viaje hacia la resurrección.

En este día, tan especial para mí, no puede faltar mi más emocionado recuerdo para todas esas personas que vivieron con nosotros otras procesiones, otras Semanas Santas y que ya han pasado al Padre.

Sentir, vivir la eternidad y la clemencia al ser juzgado a la hora de la verdad. Pregonadlo vosotros, que no yo, nazarenos que os fuisteis para siempre con la túnica de vuestra Hermandad, a un lugar de privilegio donde no se consume la cera ni se mustian las flores.

De vosotros, no quedará solo el lazo del varal; quedará la semilla que se pudre en la tierra para dar, porque es promesa de Dios, el ciento por uno a esta bendita tierra de Totana.

Antes de finalizar este Pregón, quiero expresar mi agradecimiento a las Cofradías que avivan la fe recibida de nuestros mayores, animada siempre por el testimonio anónimo de tanta gente de buena voluntad de las que rebosan nuestras Hermandades. Generosamente dispuestas, modestas, enamoradas de su Cristo y de su Virgen, sin esperar nada a cambio.

“Hay hombres que luchan un día y son buenos; otros que luchan un año y son mejores. Pero los hay que luchan toda una vida; ésos, son los imprescindibles”.

“Bienaventurados los nazarenos de corazón sincero porque forman un silencioso pueblo que hace presente a Dios en su Semana Santa”.

Muchas otras cosas os podría decir esta mañana, pero para ello, el Pregón se renueva cada año y una voz distinta presta su pulso a este atril, del que yo ya me separo, dejando reposar en él, al despertar, mi más maravilloso sueño: Haber sido pregonera de la Semana Santa de Totana.

Sólo me queda despedirme de vosotros, entonando unos versos:

Llegó el momento, queridos totaneros,
de abrir el arca y los cajones,
para airear túnicas y morriones,
capas y capirotes
mantillas y vestidos enlutados.

De sacar brillo al trono,
y buscar las más hermosas flores,
para gritar al mundo sordo,
que lloraremos la Pasión y Muerte,
y reiremos con Cristo Resucitado.

Hasta aquí mi labor pregonera,
que con afán devoto represento,
y mientras regreso a mi tarea
con el pecho repleto,
porque os siento más cerca, os digo:

Nazarenos, ayudas, penitentes,
manolas, armaos y músicos,
os anuncio esta mañana
que ya es Semana Santa
en nuestra ciudad de Totana.

Gracias


 
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